autoridad
“Yo soy Caupolicán, que el hado mío
por tierra derribó mi fundamento,
y quien del araucano señorío
tiene el mando absoluto y regimiento.
[…]
Soy quien mató a Valdivia en Tucapelo
y quien dejó a Purén desmantelado,
soy el que puso a Penco por el suelo
y el que tantas batallas ha ganado.
[…]
Descalzo, destocado, a pie desnudo,
dos pesadas cadenas arrastrando,
con una soga al cuello y grueso nudo
de la cual el verdugo iba tirando,
cercado en torno de armas y el menudo
pueblo detrás, mirando y remirando
si era posible aquello que pasaba,
que, visto por los ojos, aún dudaba.
De esta manera, pues, llegó al tablado
que estaba un tiro de arco del asiento,
media pica del suelo levantado,
de todas partes a la vista exento,
donde con el esfuerzo acostumbrado,
sin mudanza y señal de sentimiento,
por la escala subió tan desenvuelto
como si de prisiones fuera suelto.
Puesto ya en lo más alto, revolviendo
a un lado y otro la serena frente,
estuvo allí parado un rato, viendo
el gran concurso y multitud de gente
que el increíble caso y estupendo
atónita miraba atentamente,
teniendo a maravilla y gran espanto
haber podido la fortuna tanto.
Llegóse él mismo al palo, donde había
de ser la atroz sentencia ejecutada,
con un semblante tal, que parecía
tener aquel terrible trance en nada,
diciendo: “Pues el hado y suerte mía
me tienen esta suerte aparejada,
venga, que yo la pido, yo la quiero,
que ningún mal hay grande si es postrero”.
[…]
No el aguzado palo penetrante,
por más que las entrañas le rompiese
barrenándole el cuerpo, fue bastante
a que al dolor intenso se rindiese,
que con sereno término y semblante,
sin que labio ni ceja retorciese,
sosegado quedó de la manera
que si asentado en tálamo estuviera.
En esto seis flecheros señalados,
que prevenidos para aquello estaban,
treinta pasos de trecho desviados
por orden y despacio le tiraban;
y, aunque en toda maldad ejercitados,
al despedir la flecha vacilaban,
temiendo poner mano en un tal hombre
de tanta autoridad y tanto nombre.
Mas Fortuna cruel, que ya tenía
tan poco por hacer y tanto hecho,
si tiro alguno avieso allí salía,
forzado el curso le traía derecho,
y en breve, sin dejar parte vacía,
de cien flechas quedó pasado el pecho,
por do aquel grande espíritu echó fuera,
que por menos heridas no cupiera.
[…]
Quedó abiertos los ojos, y de suerte
que por vivo llegaban a mirarle,
que la amarilla y afeada muerte
no pudo aun puesto allí desfigurarle;
era el miedo en los bárbaros tan fuerte
que no osaban dejar de respetarle,
ni allí se vio en alguno tal denuedo
que puesto cerca de él no hubiese miedo.
La voladora Fama presurosa
derramó por la tierra en un momento
la no pensada muerte ignominiosa
causando alteración y movimiento;
luego la turba incrédula y dudosa,
con nueva turbación y desaliento,
corre con prisa y corazón incierto
a ver si era verdad que fuese muerto.
Era el número tanto que bajaba
del contorno y distrito comarcano,
que en ancha y apiñada rueda estaba
siempre cubierto el espacioso llano;
crédito allí a la vista no se daba
si ya no le tocaban con la mano,
y, aun tocado, después les parecía
que era cosa de sueño o fantasía.
No la afrentosa muerte impertinente
para temor del pueblo ejecutada,
ni la falta de un hombre así eminente,
en que nuestra esperanza iba fundada,
amedrentó ni acobardó la gente;
antes, de aquella injuria provocada,
a la cruel satisfacción aspira
llena de nueva sabia y mayor ira”.
La Araucana, canto XXIV
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