Inclinado a orillas de un arroyo se levanta un sauce que refleja su follaje plateado sobre las claras ondas de las aguas. Allí fue, adornada con caprichosas guirnaldas de ranúnculos, ortigas, velloritas y esas flores purpúreas de alto tallo que nuestros pastores licenciosos nombran en un modo harto grosero y las castas doncellas llaman en cambio ‘dedos de los muertos’. Ofelia trepó allí, por el ramaje, a colgar su corona, hecha de flor y hierba de los campos, cuando se quebró una torpe rama y, con sus trofeos vegetales, vino a caer en el gimiente arroyo. Se extendieron sus ropas, rodeándola, sosteniéndola a flote, como una nereida, un breve espacio. Y ella, mientras, cantaba, aún inconsciente de su propia desgracia, cual si la Natura la dotase para habitar allí en su elemento. Mas no podía prolongarse mucho, pues, al fin, los vestidos, cargados con el peso de las aguas que habían ido absorbiendo poco a poco, arrastraron al fondo a la infeliz, entregada aún al dulce canto, para morir ahogada en la corriente
W. Shakespeare
Hamlet
Las algas se prendían de su cuerpo,
lentamente se hizo más pesada.
Fríos peces nadaban por sus piernas,
animales y plantas que su último viaje iban aun dificultando.
[…]
Corrompido en el agua ya su pálido cuerpo,
Dios la fue olvidando muy despacio,
primero su rostro, luego las manos y, por fin, su pelo.
Era ya una carroña, entre tantas carroñas de los ríos
B. Brecht
«De la muchacha ahogada», [Poema homenaje a la dirigente revolucionaria asesinada Rosa Luxemburg]